SOBRE LA UTILIDAD Y EL PREJUICIO DE LA HISTORIA PARA LA VIDA (SEGUNDA PARTE)

El Bildungsphilister –del que Nietzsche se ocupó fundamentalmente en la “Primera consideración intempestiva: David Strauss, el confesor y el escritor”- quiere atenerse meramente a los hechos, se contenta con su descripción; su disciplina entiende a la historia como ejercicio separado de una implicación subjetiva. Para Nietzsche, en cambio, la historia se mueve a través de la frontera que divide la consideración auténtica de la inauténtica: la consideración auténtica considera la historia como útil para la vida, en tanto que la consideración inauténtica la percibe como mera erudición, como pura acumulación de hechos pasados que termina por dispersar la energía creadora.

Según Nietzsche, la posibilidad misma de la existencia humana está ligada a la capacidad de olvidar, a la virtud de quien puede distinguir lo que debe recordarse de lo que debe olvidarse. Nietzche habla de la “fuerza plástica” de un hombre, un pueblo o una civilización, que permite asimilar, incorporar y transformar creativamente   experiencias pasadas y ajenas.

Una de las calamidades que Nietzsche advierte en el exceso de historia es que los seres humanos, ante un espectáculo histórico tan vasto, llegan a considerarse a sí mismos como epígonos, como recién llegados a un escenario en el que no tienen nada que hacer.

El historicismo afirma la importancia de la historia, la determinación de la vida y el pensamiento que la historia tiene sobre el ser humano. En rigor, Nietzsche no niega la importancia de la historia, y en eso coincide con el historicismo. Los perjuicios que Nietzsche atribuye a un exceso de conocimiento histórico se sintetizan en el hecho de que pueden destruir el “horizonte” de vida del ser humano. Nietzsche es un admirador de Heráclito: no hay cosas ni verdades eternas, y todo es fluir y cambiar. Si la vida humana sólo puede operar dentro de ciertos horizontes de lo que los hombres creen que es la verdad absoluta pero en rigor no es más que un horizonte posible, entonces se sigue que la vida necesita de ilusiones. Tenemos un conflicto entre verdad y vida, o entre la vida y la sabiduría.

Si hemos de tener que elegir entre vida y sabiduría, Nietzsche elige el bando de la vida. Puede haber vida sin sabiduría, pero no puede haber sabiduría sin vida. Sin embargo, las ilusiones y los mitos sólo son útiles si se los confunde con la verdad.

El historicismo expone el carácter arbitrario y contingente de todos los horizontes humanos, lo cual puede causar oleadas de escepticismo desalentador; sin embargo, Nietzsche cree que el ser humano puede recuperarse de la enfermedad histórica.

Nietzsche duda de que los fenómenos históricos puedan ser interpretados por historiadores objetivos y científicos. La historia no está al servicio de científicos desinteresados sino de los grandes hombres. Las grandes personalidades que hacen la historia son aquellas que están apasionadamente comprometidas a una causa. Los creadores más grandes son aquellos que crean horizontes dentro de los cuales vivirán los hombres del futuro.

La sensibilidad de Nietzsche es profundamente aristocrática: él cree que los semejantes sólo pueden ser entendidos por los semejantes. Sólo los hombres comprometidos con el futuro pueden comprender a los grandes creadores. El lenguaje del pasado es, para Nietzsche, “oracular”: sólo es entendido por los forjadores del futuro que conocen el presente. Un historiador objetivo puede establecer la fecha de nacimiento de Miguel Ángel, pero no puede entender la grandeza de las creaciones de Miguel Ángel.

Además hay en Nietzsche una crítica de la “objetividad”. Toda afirmación acerca de los hechos históricos postula una selección e interpretación de esos hechos. En última instancia no hay una elección entre una historia objetiva y una subjetiva sino entre una interpretación rica y noble del pasado y una baja y empobrecida.

El hombre queda revelado como un animal capaz de crear sus propios horizontes, y por tanto puede ser potencialmente el creador de horizontes que favorezcan el florecimiento de la cultura con mayúsculas.

La tragedia griega nos enseña que la experiencia del hombre es abismal: el mundo carece de sentido y es un caos. El hombre es un animal doliente, como en cierto modo vio Schopenhauer, y los griegos nos mostraron que existe un pesimismo de la fortaleza.

La tragedia griega es un pesimismo de la fuerza, una afirmación y, de ese modo, una transfiguración del sufrimiento del hombre.

La cultura griega que admira Nietzsche es principalmente la presocrática, así como los filósofos griegos que más ha admirado en toda su obra han sido los presocráticos. De hecho, Heráclito ha sido una figura que nunca dejó de ser elogiada por Nietzsche a lo largo de toda su obra. En cambio, Sócrates es el destructor de la tragedia. Una cultura sana es aquella que lleva al máximo los instintos creativos del hombre. Sócrates es el enemigo de la vida instintiva, el hombre teórico que equipara la felicidad y la virtud con la razón, rebajando las virtudes nobles al someterlas a una implacable inquisición dialéctica que ellas no pueden resistir.

Sócrates y Platón son anticipaciones de una calamidad aún mayor para la humanidad: la aparición del cristianismo. Nietzsche llama al cristianismo “platonismo para el pueblo”. El triunfo del cristianismo sobre Roma es el triunfo de la moral de los esclavos sobre la de los amos.

Retomando, Nietzsche considera que “el hombre moderno arrastra sobre sí una inmensa cantidad de indigestas piedras de conocimiento que, en ocasiones, también crujen en su estómago, como se dice en el cuento”. Aquí se está aludiendo al célebre cuento de Jacob Grimm, “Der Wolf un die sieben Geisslein” (“El lobo y los siete cabritos”).

Desde el punto de vista del hombre moderno, los antiguos griegos son seres muy “incultos”, porque estaban rodeados de una atmósfera ahistórica:

“Si por medio de un encantamiento tuviera un hombre de nuestro tiempo que regresar a esa época, muy posiblemente encontraría a los griegos muy 'incultos’, con lo cual el secreto meticulosamente guardado de la formación moderna ciertamente se destaparía a la risa pública. Porque nosotros, los modernos, no tenemos nada propio: sólo llenándonos hasta el exceso de tiempos antiguos, costumbres, artes, filosofías, religiones y conocimientos, llegamos a ser algo digno de consideración, esto es, como enciclopedias ambulantes, que es como nos calificaría tal vez un antiguo heleno perdido en nuestro tiempo”.

 

Hay otra cuestión interesante que a Nietzsche, sobre todo en el período en que escribe las intempestivas, le preocupa particularmente: la escisión que él advierte en la cultura alemana entre “interioridad y convencionalismo”; entre “forma y contenido”:

“Ahora quisiera hablar simplemente de nosotros, los alemanes del presente, quienes padecemos esa debilidad de la personalidad y esa contradicción entre formas y contenido más que ningún otro pueblo. En general, la forma es para nosotros un mero convencionalismo, un disfraz, un fingimiento, y, por lo tanto, si no se la odia, en cualquier caso, tampoco se la ama”.

En ese sentido, Nietzsche deplora la mezcla indiferenciada, la “mala copia” que a su juicio los alemanes toman de los franceses. Se trata de una contraposición que ya había tratado en la primera intempestiva, cuando criticaba el hecho de que la victoria bélica sobre Francia era erróneamente tomada por la opinión pública como una victoria cultural.

Para sintetizar un poco lo que Nietzsche viene diciendo, me parece interesante citar el comienzo del parágrafo quinto:

“La sobresaturación histórica de una época me parece que es peligrosa y enemiga de la vida en cinco aspectos: en primer lugar, tal exceso produce ese contraste del que ya hemos hablado entre lo interior y lo exterior por medio del cual se debilita la personalidad; en segundo lugar, da origen a la creencia de poseer la virtud –la más rara de todas- del sentido de la justicia, en un grado superior al de otras épocas; por otro lado, igualmente, se perturban los instintos de un pueblo y se impide llegar a la madurez al individuo, no menos que al conjunto de la sociedad; también crece esa perjudicial creencia de cualquier época de estar en la vejez de la humanidad, de ser mero descendiente y epígono; y, finamente, cae la época en una peligrosa actitud irónica sobre sí misma, pasando de ésta a una aún más peligrosa: el cinismo. Actitud ésta que evoluciona hacia una acción egoísta que, paralizando al principio, termina destruyendo fuerzas vitales”.

 

Asimismo, me parece importante destacar que para Nietzsche “sólo las personalidades fuertes pueden soportar la historia; los débiles son barridos completamente por ella”. Vale decir, las personalidades débiles están todo el tiempo pidiéndole permiso a la historia y a la tradición acerca de cómo deben sentir o cómo tienen que conducirse en la vida. Así es como terminan representando diversos papeles que no son expresiones auténticas de su personalidad.

Otro elemento que Nietzsche impugna en el historicismo positivista es el elemento “narcótico” e indiferenciador:

“Ahora colóquese ante nuestros ojos al virtuoso histórico del presente: ¿es éste el hombre más justo de su tiempo? Es verdad que ha formado dentro de sí una sutileza tal y una excitabilidad de sentimiento que en realidad nada humano le es completamente ajeno; las más diferentes épocas y personas resuenan en su lira según tonos análogos. Se ha convertido en una especie de ‘passivum’ resontante que, por medio de su sonido, actúa sobre otros ‘passiva’, hasta llenar toda la atmósfera de una época de tales ecos sutilmente entrelazados. Me parece, sin embargo, que en cierto modo percibe sólo los tonos armónicos superiores de cada tono histórico principal y original, pero que la fuerza y poderío del original deja de adivinarse ya en este etéreo tañido agudo y débil de cuerda. Es más: si el tono original despertaba fundamentalmente acciones, necesidades, temor, este tañido ahora nos arrulla y nos convierte en gozadores blandengues; es como si la Sinfonía Heroica se hubiera dispuesto para dos flautas y para el uso de fumadores de opio adormecidos”.

En suma, Nietzsche cree que el problema de la modernidad es que el desarrollo extremo de la ciencia ha arruinado la posibilidad de la cultura como recreación artística de la vida, como obra de arte a realizar.

Como bien recuerda Diego Sánchez Meca, en su impiadoso panfleto motivado por la publicación de “El origen de la tragedia” de Nietzsche, el joven y prestigioso filólogo Wilamowitz-Möllendorff le reprochaba haber omitido el necesario rigor filológico e histórico en el tratamiento de la cuestión anunciada en el título del libro para dar curso libre a especulaciones metafísicas y estéticas.

La Segunda Intempestiva es en parte una respuesta de Nietzsche a esa polémica, señalándole que los griegos no tuvieron esa necesidad de historia ni esa veneración excesiva por el pasado que impide crear. En síntesis: la “enfermedad histórica” no los paralizó:

“Estos ingenuos historiadores denominan ‘objetividad’ justamente a medir las opiniones y acciones del pasado desde las opiniones comunes del momento presente: aquí ellos encuentran el canon de todas las verdades. Su trabajo es adaptar el pasado a la trivialidad del tiempo presente (zeitgemäss) mientras, por el contrario, llaman ‘subjetiva’ a cualquier historiografía que no tome como canónicas aquellas opiniones comunes y normales”.

 

Como bien recuerda Carlo Gentili, la “Segunda Intempestiva” se cierra con un llamamiento a la unidad cultural alemana que debe reconstruirse sobre el modelo griego. La razón por la que los griegos no se volvieron un grupo indiferenciado sino una cultura unitaria está en el sentido íntimo de la sentencia délfica, “conócete a ti mismo”, de modo tal que pudieron tomar posesión de ellos mismos y asimilar su pasado y los saberes ajenos en una unidad creadora superior.

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