LA ERUDICIÓN IDIOTA, EL PLACER DE LEER Y EL FILÓSOFO COMO VIAJERO


Recuerdo una cita del filósofo alemán Odo Marquard que, ni bien la leí, me quedó grabada:

"Los filósofos que sólo escriben para filósofos profesionales, actúan de un modo casi tan absurdo como actuaría un fabricante de medias que sólo fabricase medias para fabricantes de medias".


Algo similar podría decirse de muchos críticos de cine, cuyo estilo pareciera estar dirigido exclusivamente a críticos de cine, en lugar de a personas que disfrutan y se apasionan mirando películas, como si fueran astrónomos que jamás se fascinaron contemplando las estrellas.

Ya desde sus primeros trabajos como filólogo, Nietzsche siempre se mostró despreciativo hacia la erudición vacía de aquellos científicos filisteos que quieren devorar todos los libros sin digerir lo que están leyendo. El docto, según Nietzsche:


"(...) que en el fondo no hace ya otra cosa que 'revolver' libros -el filólogo corriente, unos doscientos al día- acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros, no piensa. Cuando piensa responde a un estímulo (un pensamiento leído), al final lo único que hace ya es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y a decir no, a la crítica de cosas ya pensada; él mismo ya no piensa. El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario, se defendería contra los libros. El docto, un décadent. Esto lo he visto yo con mis propios ojos: naturalezas bien dotadas, con una constitución rica y libre, ya a los treinta años 'leídas hasta la ruina', reducidas ya a puras cerillas, a las que es necesario frotar para que den chispas 'pensamiento'". (Ecce Homo, Porqué soy tan listo, 8).



Borges y el placer de leer

“Ya sabe usted que soy profesor de literatura inglesa y americana”, le decía Borges a Richard Burgin en 1967, “y les digo a mis alumnos que si comienzan un libro y se dan cuenta después de quince o vente páginas que el libro es una tarea pesada para ellos, que entonces dejen ese libro y ese autor a un lado por un tiempo, porque no les hará ningún bien (…) Lo que yo deseo es que se enamoren de la literatura inglesa o americana (…) No tienen que preocuparse de fechas(…) No les preguntaré las fechas de un autor, porque entonces me las preguntarían a mí y no sabría contestarles(…)”.

Leer puede ser un auténtico disfrute, aunque es verdad que también podemos hacerlo para aprender una técnica, o un idioma, en cuyo caso cierto grado de aburrimiento es inevitable. Por otro lado, existen autores muy complejos, como James Joyce, cuyo placer se conquista, no nos viene dado naturalmente. En lo personal, también me gustan muchos autores "difíciles", cuyo placer en parte radica en "haberlos entendido"; más allá de que un libro "clásico" es aquél que nunca termina de decirnos lo que tiene para decirnos. Eso no quita que Borges, en lo esencial, tenga razón: hay libros que nos llegan demasiado tarde, o demasiado pronto, y otros que caen a nuestras manos en el momento justo, y nos exigen que nos vayamos a vivir al libro y no podamos soltarlos.

La erudición idiota

¿Existen sabios idiotas? Por supuesto que sí. En rigor, bajo la atenta mirada de Borges, todos los sabios pueden ser también idiotas: el italiano Benedetto Croce, “estéril pero brillante”; también los alemanes, autores de “enormes edificios dialécticos, siempre infundados pero siempre grandiosos”. Los ejemplos pueden multiplicarse. Los sabios idiotas son pensadores idiotizados por el mismo pensamiento, por el ejercicio obsesivo y brutal de pensar todo el tiempo, a tal punto que el pensamiento más profundo y la idiotez más boba se funden en el horizonte.


No sé si recuerdan que Borges era un gran lector de enciclopedias, sobre todo la Enciclopedia Británica, que a su juicio “empezó a decaer hacia 1911 o 1912. Ahora es una obra de consulta, pero antes era una obra de lectura. Es decir, ahora hay artículos muy breves, con muchas fechas, con muchos nombres propios; con mera historia, con mera cronología. Y antes había artículos… Había artículos de De Qincey, de Swinburne, de Macaulay”. En sus conversaciones con Antonio Carrizo ha dicho:


“Me gustan mucho las enciclopedias. Tengo la Británica, tengo el Brockhaus (…) Tuve la enciclopedia Meyer también. Y la enciclopedia Chambers. El Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano. Tengo el Bompiani que usted me regaló. Creo que son la mejor lectura. Sobre todo para un hombre, digamos, semiinstruido como yo”.


¿Y qué quiere decir que Borges es un autor “enciclopédico”? Muchas veces el término se usa en el sentido de “culto”, ”erudito”, “ilustrado”. La erudición muchas veces se interpreta como pedantería: el erudito es como una persona rica que cuenta plata delante de los pobres, más allá de que hoy internet nos permite fingir una erudición que no tenemos (hay hasta traductores de idiomas). En rigor, Borges lee enciclopedias como quien surfea por la web, multiplicando las citas, las fuentes, las tradiciones mitológicas, las interpretaciones de interpretaciones. Se puede también decir que el Borges “enciclopédico” es el Borges formado por enciclopedias, que es la cultura de los que no tienen cultura, la cultura resumida, de segunda mano. Es como el “Reader’s digest”, no la cultura sino la representación simbólica de la cultura, del saber universal.


El filósofo como viajero

Volviendo a la filosofía, hay muchos profesores  adaptados para vivir en la universidad, como los pingüinos están adaptados para vivir en la Antártida. No estoy criticando la vida académica, aunque para mí es bastante aburrida, dado que se puede ser muy buen filósofo siendo profesor de filosofía: un ejemplo ilustre  sería Kant. A los eruditos y académicos les debemos la mayoría de las traducciones y estudios iluminadores que nos ayudan a contextualizar mejor y a conocer el pensamiento de tantos autores que nos apasionan.


Heródoto cuenta, en alguno de sus Nueve libros de historia, que cuando el rey Creso recibió al viajero Solón, le dirigió la siguiente bienvenida: “Huésped ateniense, llegaron muchos dichos a nosotros sobre vos, acerca de tu sabiduría y de tu andar de acá para allá, y de que filosofando recorriste tantas tierras por ver cosas”.


Es muy sugestiva  esa imagen del filósofo como viajero, como curioso ciudadano del mundo que aprende filosofía confrontando su propia cultura con las costumbres y vivencias de habitantes de otros países, dialogando con ellos y siendo su huésped. Parece ser que Pitágoras viajó mucho, como también fueron grandes viajeros Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Jenófanes de Colofón, Aristóteles –quien llegó a Atenas desde Macedonia-, Demócrito.


El amigo Fernando Savater, que es muy lúcido más allá de cierta incontinencia verbal que le hace decir algunas boludeces, nos recuerda que la filosofía es una actividad inventada por griegos viajeros, por griegos planetarios (recordemos que ‘planeta’ en griego significa ‘vagabundo’) y por tanto, en cierto sentido, toda filosofía es griega y, en otro, nunca puede dejar de ser cosmopolita.


En cierto modo, el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando.

Esto no quiere decir que para aprender filosofía uno se tenga que poner el traje de mochilero y recorrer a dedo el mundo, aunque si leen blogs de viajeros que escriben bien, notarán que siempre que nos narran sus experiencias, tienden a filosofar. Volver de un viaje es narrar las costumbres curiosas, lo “bueno” y lo “malo” de cada sociedad y de cada país…


Tampoco hay que exagerar el argumento, dado que han existido escritores que han hecho una literatura formidable casi sin salir de su ciudad natal: pienso en Kafka, que casi no salió de Praga.


En fin, la corto acá porque seguro los estoy aburriendo, y además el artículo pasa a ser el colmo de la contradicción si lo sigo plagando de citas eruditas.

Post scriptum para matizar un poco: 5 críticas a la dictadura de viajar (escrito por alguien que viaja).


¡Sean felices!

Rodrigo

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